Magisterio

De la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” de SS Juan Pablo II

…11. «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos. Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace el sacerdote: « Anunciamos tu muerte, Señor ». La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues « todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos… ». Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.

12. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre », sino que añadió « entregado por vosotros… derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. « La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ».

La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio ». Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: « Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo […]. También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá ». La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo que se repite es su celebración memorial, la « manifestación memorial » (memorialis demonstratio), por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario.

S.S.Benedicto XVI, de la homilía de la Inauguración del Año Sacerdotal

He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero–. Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.

El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars. Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?

Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.

Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?

Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”. Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!… Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”. Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”.

S.S.Benedicto XVI, de la homilía de las Primeras Vísperas de la Solemnidad de San Pedro y San Pablo con ocasión de la inauguración del Año Paulino

… Muchos presentan a san Pablo como un hombre combativo que sabe usar la espada de la palabra. De hecho, en su camino de apóstol no faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En la primera de su Cartas, la que dirigió a los Tesalonicenses, él mismo dice: “Tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas… Como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras” (1 Ts 2, 2. 5).

Para él la verdad era demasiado grande como para estar dispuesto a sacrificarla en aras de un éxito externo. Para él, la verdad que había experimentado en el encuentro con el Resucitado bien merecía la lucha, la persecución y el sufrimiento. Pero lo que lo motivaba en lo más profundo era el hecho de ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a los demás este amor. San Pablo era un hombre capaz de amar, y todo su obrar y sufrir sólo se explican a partir de este centro. Los conceptos fundamentales de su anuncio únicamente se comprenden sobre esta base.

Tomemos solamente una de sus palabras-clave: la libertad. La experiencia de ser amado hasta el fondo por Cristo le había abierto los ojos sobre la verdad y sobre el camino de la existencia humana; aquella experiencia lo abarcaba todo. San Pablo era libre como hombre amado por Dios que, en virtud de Dios, era capaz de amar juntamente con él. Este amor es ahora la “ley” de su vida, y precisamente así es la libertad de su vida. Habla y actúa movido por la responsabilidad del amor. Libertad y responsabilidad están aquí inseparablemente unidas. Por estar en la responsabilidad del amor, es libre; por ser alguien que ama, vive totalmente en la responsabilidad de este amor y no considera la libertad como un pretexto para el arbitrio y el egoísmo.

Con ese mismo espíritu san Agustín formuló la frase que luego se hizo famosa: “Dilige et quod vis fac” (Tract. In 1 Jo 7, 7-8), “Ama y haz lo que quieras”. Quien ama a Cristo como lo amaba san Pablo, verdaderamente puede hacer lo que quiera, porque su amor está unido a la voluntad de Cristo y, de este modo, a la voluntad de Dios; porque su voluntad está anclada en la verdad y porque su voluntad ya no es simplemente su voluntad, arbitrio del yo autónomo, sino que está integrada en la libertad de Dios y de ella recibe el camino por recorrer.

En la búsqueda de la fisonomía interior de san Pablo quisiera recordar, en segundo lugar, las palabras que Cristo resucitado le dirigió en el camino de Damasco. Primero el Señor le dice: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Ante la pregunta: “¿Quién eres, Señor?”, recibe como respuesta: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9, 4 s). Persiguiendo a la Iglesia, Pablo perseguía a Jesús mismo. “Tú me persigues”. Jesús se identifica con la Iglesia en un solo sujeto.

En el fondo, en esta exclamación del Resucitado, que transformó la vida de Saulo, se halla contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se retiró al cielo, dejando en la tierra una multitud de seguidores que llevan adelante “su causa”. La Iglesia no es una asociación que quiere promover cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado sigue siendo “carne”. Tiene “carne y huesos” (Lc 24, 39), como afirma en el evangelio de san Lucas el Resucitado ante los discípulos que creían que era un espíritu. Tiene un cuerpo.

Está presente personalmente en su Iglesia; “Cabeza y Cuerpo” forman un único sujeto, dirá san Agustín. “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?”, escribe san Pablo a los Corintios (1 Co 6, 15). Y añade: del mismo modo que, según el libro del Génesis, el hombre y la mujer llegan a ser una sola carne, así también Cristo con los suyos se convierte en un solo espíritu, es decir, en un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección (cf. 1 Co 6, 16 ss).

En todo esto se refleja el misterio eucarístico, en el que Cristo entrega continuamente su Cuerpo y hace de nosotros su Cuerpo: “El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 16-17).

En esta hora, no sólo san Pablo, sino también el Señor mismo se dirige a nosotros con estas palabras: ¿Cómo habéis podido desgarrar mi Cuerpo? Ante el rostro de Cristo, estas palabras se transforman al mismo tiempo en una petición urgente: condúcenos nuevamente a la unidad desde todas las divisiones. Haz que hoy sea de nuevo realidad: Hay un solo pan, por eso nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo.

Para san Pablo, las palabras sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo no son una comparación cualquiera. Van más allá de una comparación. “¿Por qué me persigues?”. Cristo nos atrae continuamente dentro de su Cuerpo, edifica su Cuerpo a partir del centro eucarístico, que para san Pablo es el centro de la existencia cristiana, en virtud del cual todos y cada uno podemos experimentar de un modo totalmente personal: él me ha amado y se ha entregado por mi.

De la Meditación de SS Benedicto XVI, en la procesión eucarística en la Prairie, Lourdes, 14 de septiembre de 2008

… Muchos presentan a san Pablo como un hombre combativo que sabe usar la espada de la palabra. De hecho, en su camino de apóstol no faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En la primera de su Cartas, la que dirigió a los Tesalonicenses, él mismo dice: “Tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas… Como sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras” (1 Ts 2, 2. 5).

Para él la verdad era demasiado grande como para estar dispuesto a sacrificarla en aras de un éxito externo. Para él, la verdad que había experimentado en el encuentro con el Resucitado bien merecía la lucha, la persecución y el sufrimiento. Pero lo que lo motivaba en lo más profundo era el hecho de ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a los demás este amor. San Pablo era un hombre capaz de amar, y todo su obrar y sufrir sólo se explican a partir de este centro. Los conceptos fundamentales de su anuncio únicamente se comprenden sobre esta base.

Tomemos solamente una de sus palabras-clave: la libertad. La experiencia de ser amado hasta el fondo por Cristo le había abierto los ojos sobre la verdad y sobre el camino de la existencia humana; aquella experiencia lo abarcaba todo. San Pablo era libre como hombre amado por Dios que, en virtud de Dios, era capaz de amar juntamente con él. Este amor es ahora la “ley” de su vida, y precisamente así es la libertad de su vida. Habla y actúa movido por la responsabilidad del amor. Libertad y responsabilidad están aquí inseparablemente unidas. Por estar en la responsabilidad del amor, es libre; por ser alguien que ama, vive totalmente en la responsabilidad de este amor y no considera la libertad como un pretexto para el arbitrio y el egoísmo.

Con ese mismo espíritu san Agustín formuló la frase que luego se hizo famosa: “Dilige et quod vis fac” (Tract. In 1 Jo 7, 7-8), “Ama y haz lo que quieras”. Quien ama a Cristo como lo amaba san Pablo, verdaderamente puede hacer lo que quiera, porque su amor está unido a la voluntad de Cristo y, de este modo, a la voluntad de Dios; porque su voluntad está anclada en la verdad y porque su voluntad ya no es simplemente su voluntad, arbitrio del yo autónomo, sino que está integrada en la libertad de Dios y de ella recibe el camino por recorrer.

En la búsqueda de la fisonomía interior de san Pablo quisiera recordar, en segundo lugar, las palabras que Cristo resucitado le dirigió en el camino de Damasco. Primero el Señor le dice: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Ante la pregunta: “¿Quién eres, Señor?”, recibe como respuesta: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9, 4 s). Persiguiendo a la Iglesia, Pablo perseguía a Jesús mismo. “Tú me persigues”. Jesús se identifica con la Iglesia en un solo sujeto.

En el fondo, en esta exclamación del Resucitado, que transformó la vida de Saulo, se halla contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se retiró al cielo, dejando en la tierra una multitud de seguidores que llevan adelante “su causa”. La Iglesia no es una asociación que quiere promover cierta causa. En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo, que también como Resucitado sigue siendo “carne”. Tiene “carne y huesos” (Lc 24, 39), como afirma en el evangelio de san Lucas el Resucitado ante los discípulos que creían que era un espíritu. Tiene un cuerpo.

Está presente personalmente en su Iglesia; “Cabeza y Cuerpo” forman un único sujeto, dirá san Agustín. “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?”, escribe san Pablo a los Corintios (1 Co 6, 15). Y añade: del mismo modo que, según el libro del Génesis, el hombre y la mujer llegan a ser una sola carne, así también Cristo con los suyos se convierte en un solo espíritu, es decir, en un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección (cf. 1 Co 6, 16 ss).

En todo esto se refleja el misterio eucarístico, en el que Cristo entrega continuamente su Cuerpo y hace de nosotros su Cuerpo: “El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 16-17).

En esta hora, no sólo san Pablo, sino también el Señor mismo se dirige a nosotros con estas palabras: ¿Cómo habéis podido desgarrar mi Cuerpo? Ante el rostro de Cristo, estas palabras se transforman al mismo tiempo en una petición urgente: condúcenos nuevamente a la unidad desde todas las divisiones. Haz que hoy sea de nuevo realidad: Hay un solo pan, por eso nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo.

Para san Pablo, las palabras sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo no son una comparación cualquiera. Van más allá de una comparación. “¿Por qué me persigues?”. Cristo nos atrae continuamente dentro de su Cuerpo, edifica su Cuerpo a partir del centro eucarístico, que para san Pablo es el centro de la existencia cristiana, en virtud del cual todos y cada uno podemos experimentar de un modo totalmente personal: él me ha amado y se ha entregado por mi.

S.S. Juan Pablo II, Angelus del domingo 30 de marzo de 1980

«Crux fidelis»  

  1. En la semana de la pasión del Señor, que comenzamos hoy, Domingo de Ramos, el pensamiento y el corazón de la Iglesia están fijos en la cruz. Es la cruz de nuestra fe y de nuestra esperanza. La cruz de la redención del hombre y del mundo.

  “Crux fidelis -inter omnes- arbor una nobilis”.

“¡Oh! Cruz fiel,  árbol único en nobleza”  

El Viernes Santo pedirán para Cristo esta cruz los hombres, apiñados ante el pretorio de Pilato. “¡Crucifícalo, crucifícalo…!”. En esa misma Jerusalén, en la que habían resonado las palabras “Hosanna. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna al hijo de David”, gritarán: “¡Crucifícalo!”. Pilato se lavará las manos diciendo: “Yo soy inocente de esta sangre…” (Mt 27, 24). Y las mismas voces responderán: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt 27, 25). Y de este modo quedará sellada la condena a muerte de cruz. Cristo tomará la cruz sobre sus hombros.   “Crux fidelis…”.

  1. A través de todas las generaciones de los hombres permanecerá esta cruz, sin separarse de Cristo. Vendrá a ser su recuerdo y su señal. Se convertirá en una respuesta a la pregunta hecha a Dios por el hombre y seguirá siendo un misterio.

La Iglesia la rodeará con el cuerpo de su comunidad viva, la rodeará con la fe de los hombres, con su esperanza y con su amor. La Iglesia llevará la cruz con Cristo a través de las generaciones. Dará testimonio de ella. De ella sacará la vida. Crecerá desde la cruz con ese misterioso crecimiento del Espíritu, que comienza en la cruz. El Apóstol escribirá: “Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuepo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). La Iglesia crecerá desde la cruz como el Cuerpo -misterioso- místico de Cristo, completando la cruz. Es necesario recordar esto aquí en Roma, donde tantas generaciones han completado la cruz de Cristo en los cuerpos inmolados de los mártires que en los tres primeros siglos, fueron condenados a terribles sufrimientos y a la muerte, a causa de la fe. La Iglesia ha madurado y crecido en el misterio de la cruz de Cristo. La Iglesia ha madurado y crecido escribiendo su martirologio, uno de los documentos más preciosos de la historia de la salvación del hombre.   “Crux fidelis…”.  

  1. También la Iglesia de nuestro tiempo escribe su martirologio, sus capítulos siempre nuevos, contemporáneos. No se debe olvidar. No se pueden apartar los ojos de esta realidad, que es la dimensión fundamental de la Iglesia de nuestro tiempo. La Iglesia de nuestro tiempo continúa escribiendo su martirologio.

No se puede olvidar a los que en el curso de nuestra época han padecido la muerte por la fe y por el amor de Cristo, a los que de diversas formas han sido encarcelados, torturados, atormentados, condenados a muerte; y también a los escarnecidos, despreciados, humillados y socialmente marginados. No se puede olvidar el martirologio de la Iglesia y de los cristianos de nuestra época. Este martirologio está escrito con sucesos diferentes de los primitivos. Hay otros métodos de martirio y otro modo de dar testimonio; pero todo brota de la misma cruz de Cristo y completa la misma cruz de nuestra redención. En el curso de toda la Cuaresma hemos buscado los caminos de la conversión a Cristo, en los cuales debe entrar la Iglesia si quiere ser fiel al Redentor. Hoy, en el umbral de la Semana Santa, la misma cruz se convierta en fuente de renovación para todos nosotros, que en ella volvamos a poner nuestra esperanza hasta el fin. “Crux fidelis…”.

De la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” de SS Juan Pablo II

Queridos hermanos y hermanas:

…11. «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado» (1 Co 11, 23), instituyó el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos. Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace el sacerdote: « Anunciamos tu muerte, Señor ».

La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues « todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos… ».

Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ». Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.

12. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre », sino que añadió « entregado por vosotros… derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. « La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ».

La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio ». Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: « Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo […]. También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá ».

La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo que se repite es su celebración memorial, la « manifestación memorial » (memorialis demonstratio), por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario.

De SS Benedicto XVI, en el “Angelus del 16 de diciembre de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

“Gaudete in Domino semper”, “estad siempre alegres en el Señor” (Flp 4, 4). Con estas palabras… el Apóstol (San Pablo) exhorta a los cristianos a alegrarse porque la venida del Señor, es decir, su vuelta gloriosa es segura y no tardará. La Iglesia acoge esta invitación mientras se prepara para celebrar la Navidad, y su mirada se dirige cada vez más a Belén. En efecto, aguardamos con esperanza segura la segunda venida de Cristo, porque hemos conocido la primera.

El misterio de Belén nos revela al Dios-con-nosotros, al Dios cercano a nosotros, no sólo en sentido espacial y temporal; está cerca de nosotros porque, por decirlo así, se ha “casado” con nuestra humanidad; ha asumido nuestra condición, escogiendo ser en todo como nosotros, excepto en el pecado, para hacer que lleguemos a ser como él.

Por tanto, la alegría cristiana brota de esta certeza:  Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, como amigo y esposo fiel. Y esta alegría permanece también en la prueba, incluso en el sufrimiento; y no está en la superficie, sino en lo más profundo de la persona que se encomienda a Dios y confía en él.

Algunos se preguntan: ¿también hoy es posible esta alegría? La respuesta la dan, con su vida, hombres y mujeres de toda edad y condición social, felices de consagrar su existencia a los demás. En nuestros tiempos, la beata madre Teresa de Calcuta fue testigo inolvidable de la verdadera alegría evangélica. Vivía diariamente en contacto con la miseria, con la degradación humana, con la muerte. Su alma experimentó la prueba de la noche oscura de la fe y, sin embargo, regaló a todos la sonrisa de Dios.

En uno de sus escritos leemos: «Esperamos con impaciencia el paraíso, donde está Dios, pero ya aquí en la tierra y desde este momento podemos estar en el paraíso. Ser felices con Dios significa:  amar como él, ayudar como él, dar como él, servir como él». Sí, la alegría entra en el corazón de quien se pone al servicio de los pequeños y de los pobres. Dios habita en quien ama así, y el alma vive en la alegría.

En cambio, si se hace de la felicidad un ídolo, se equivoca el camino y es verdaderamente difícil encontrar la alegría de la que habla Jesús. Por desgracia, esta es la propuesta de las culturas que ponen la felicidad individual en lugar de Dios, mentalidad que se manifiesta de forma emblemática en la búsqueda del placer a toda costa y en la difusión del uso de drogas como fuga, como refugio en paraísos artificiales, que luego resultan del todo ilusorios.

Queridos hermanos y hermanas, también en Navidad se puede equivocar el camino, confundiendo la verdadera fiesta con una que no abre el corazón a la alegría de Cristo. Que la Virgen María ayude a todos los cristianos, y a los hombres que buscan a Dios, a llegar hasta Belén para encontrar al Niño que nació por nosotros, para la salvación y la felicidad de todos los hombres.

De la Exhortación Apostólica Postsinodal “Sacramentum Caritatis”, de SS Benedicto XVI

Eucaristía: don al hombre en camino

  1. Si es cierto que los sacramentos son una realidad propia de la Iglesia peregrina en el tiempo hacia la plena manifes­tación de la victoria de Cristo resucitado, también es igual­mente cierto que, especialmente en la liturgia eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se encamina todo hombre y toda la creación (cf. Rm 8,19 ss.). El hom­bre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora, algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar en la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y la muerte, que se nos hace presente de modo especial en la Celebración eucarística. De este modo, aún siendo todavía como «extranjeros y forasteros» (1 P 2,11) en este mundo, parti­cipamos ya por la fe de la plenitud de la vida resucitada. El banquete euca­rístico, revelando su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino.

El banquete escatológico

  1. Reflexionando sobre este misterio, podemos decir que, con su venida, Jesús se puso en relación con la expectativa del pueblo de Israel, de toda la humanidad y, en el fondo, de la creación misma. Con el don de sí mismo, inauguró objetivamente el tiempo escatológico. Cristo vino para congregar al Pueblo de Dios disperso (cf. Jn 11,52), manifestando claramente la in­tención de reunir la comunidad de la alianza, para llevar a cumplimiento las promesas que Dios hizo a los antiguos padres (cf. Jr 23,3; 31,10; Lc 1,55.70). En la llamada de los Doce, que tiene una clara relación con las doce tribus de Israel, y en el mandato que les dio en la última Cena, antes de su Pasión redentora, de celebrar su memorial, Jesús ha manifestado que quería trasladar a toda la comunidad fundada por Él la tarea de ser, en la historia, signo e instrumento de esa reunión escatológica, iniciada en Él. Así pues, en cada Celebración eucarística se realiza sacramentalmente la reunión escatológica del Pueblo de Dios. El banquete eucarístico es para nosotros anticipación real del banquete final, anunciado por los profetas (cf. Is 25,6-9) y descrito en el Nuevo Testamento como «las bodas del cordero» (Ap 19,7-9), que se ha de celebrar en la alegría de la comunión de los santos.

 Oración por los difuntos

  1. La Celebración eucarística, en la que anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección, en la espera de su venida, es prenda de la gloria futura en la que serán glorificados también nuestros cuerpos. La es­peranza de la resurrección de la carne y la posibilidad de encontrarnos de nuevo, cara a cara, con quienes nos han precedido en el signo de la fe, se fortalece en nosotros mediante la celebración del Memorial de nuestra sal­vación. En esta perspectiva, junto con los Padres sinodales, quisiera recor­dar a todos los fieles la importancia de la oración de sufragio por los difun­tos, y en particular la celebración de santas Misas por ellos, para que, una vez purificados, lleguen a la visión beatífica de Dios. Al descubrir la dimen­sión escatológica que tiene la Eucaristía, celebrada y adorada, se nos ayuda en nuestro camino y se nos conforta con la esperanza de la gloria (cf. Rm 5,2; Tt 2,13).

De la “Instrucción sobre algunas cuestiones relativas a la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes” de la Congregación para el Clero, Consejo Pontificio para los Laicos y otros dicasterios – 15 de agosto de 1997

El ministro extraordinario de la Sagrada Comunión

Los fieles no ordenados, ya desde hace tiempo, colaboran en diversos ambientes de la pastoral con los sagrados ministros a fin que «el don inefable de la Eucaristía sea siempre más profundamente conocido y se participe a su eficacia salvífica con siempre mayor intensidad ».

Se trata de un servicio litúrgico que, responde a objetivas necesidades de los fieles, destinado, sobre todo, a los enfermos y a las asambleas litúrgicas en las cuales son particularmente numerosos los fieles que desean recibir la sagrada Comunión.

1. La disciplina canónica sobre el ministro extraordinario de la sagrada Comunión debe ser, sin embargo, rectamente aplicada para no generar confusión. La misma establece que el ministro ordinario de la sagrada Comunión es el Obispo, el presbítero y el diacono, mientras son ministros extraordinarios sea el acólito instituido, sea el fiel a ello delegado a norma del can. 230, § 3.

Un fiel no ordenado, si lo sugieren motivos de verdadera necesidad, puede ser delegado por el Obispo diocesano, en calidad de ministro extraordinario, para distribuir la sagrada Comunión también fuera de la celebración eucarística, ad actum vel ad tempus, o en modo estable, utilizando para esto la apropiada forma litúrgica de bendición. En casos excepcionales e imprevistos la autorización puede ser concedida ad actum por el sacerdote que preside la celebración eucarística.

2. Para que el ministro extraordinario, durante la celebración eucarística, pueda distribuir la sagrada Comunión, es necesario o que no se encuentren presentes ministros ordinarios o que, estos, aunque presentes, se encuentren verdaderamente impedidos. Pueden desarrollar este mismo encargo también cuando, a causa de la numerosa participación de fieles que desean recibir la sagrada Comunión, la celebración eucarística se prolongaria excesivamente por insuficiencia de ministros ordinarios.

Tal encargo es de suplencia y extraordinario y debe ser ejercitado de acuerdo con el derecho. A tal fin es oportuno que el Obispo diocesano emane normas particulares que, en estrecha armonía con la legislación universal de la Iglesia, regulen el ejercicio de tal encargo. Se debe proveer, entre otras cosas, a que el fiel delegado a tal encargo sea debidamente instruido sobre la doctrina eucarística, sobre la índole de su servicio, sobre las rúbricas que se deben observar para la debida reverencia a tan augusto Sacramento y sobre la disciplina acerca de la admisión para la Comunión.

Para no provocar confusiones han de ser evitadas y suprimidas algunas prácticas que se han venido creando desde hace algún tiempo en

algunas Iglesias particulares, como por ejemplo:

— la comunión de los ministros extraordinarios como si fueran concelebrantes;

— asociar, a la renovación de las promesas de los sacerdotes en la S. Misa crismal del Jueves Santo, otras categorías de fieles que renuevan los votos religiosos o reciben el mandato de ministros extraordinarios de la Comunión.

— el uso habitual de los ministros extraordinarios en las SS. Misas, extendiendo arbitrariamente el concepto de « numerosa participación ».

De la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” de SS Juan Pablo II

Queridos hermanos y hermanas:

 …53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él.

A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, «concordes en la oración» (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos «en la fracción del pan» (Hch 2, 42).

Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer «eucarística» con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

  1. Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: «¡Haced esto en conmemoración mía!», se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: «no dudéis, confiad en la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así, pan de vida».
  2. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios» (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

«Feliz la que ha creído» (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en «tabernáculo» -el primer «tabernáculo» de la historia- donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como «irradiando» su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

De la Exhortación apostólica “Sacramentum Caritatis” de SS Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

 

… 94. La Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica su propia vida gracias a su piedad eucarística! De san Ignacio de Antioquía a san Agustín, de san Antonio abad a san Benito, de san Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara de Asís a santa Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de san Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de san Pío de Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati al beato Iván Merz, sólo por citar algunos de los numerosos nombres, la santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía.

Por eso, es necesario que en la Iglesia se crea realmente, se celebre con devoción y se viva intensamente este santo Misterio. El don de sí mismo que Jesús hace en el Sacramento memorial de su pasión, nos asegura que el culmen de nuestra vida está en la participación en la vida trinitaria, que en él se nos ofrece de manera definitiva y eficaz. La celebración y adoración de la Eucaristía nos permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos personalmente a él hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de nuestra vida, la comunión con toda la comunidad de los creyentes y la solidaridad con cada hombre, son aspectos imprescindibles del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se transforma para su gloria. Invito, pues, a todos los pastores a poner la máxima atención en la promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Que los presbíteros, los diáconos y todos los que desempeñan un ministerio eucarístico, reciban siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y preparación constante, fuerza y estímulo para el propio camino personal y comunitario de santificación. Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer totalmente al Señor.

  1. A principios del siglo IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non possumus. Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo con el misterio de la Eucaristía?.

SS Benedicto XVI, Angelus, Solemnidad del Corpus Christi, Domingo 10 de junio de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

La actual solemnidad del Corpus Christi, que en el Vaticano y en varias naciones ya se celebró el jueves pasado, nos invita a contemplar el misterio supremo de nuestra fe: la santísima Eucaristía, presencia real de nuestro Señor Jesucristo en el Sacramento del altar. Cada vez que el sacerdote renueva el sacrificio eucarístico, en la oración de consagración repite: “Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre”. Lo dice prestando la voz, las manos y el corazón a Cristo, que ha querido quedarse con nosotros y ser el corazón latente de la Iglesia.

Pero también después de la celebración de los divinos misterios el Señor Jesús sigue vivo en el sagrario; por eso lo alabamos especialmente con la adoración eucarística, como recordé en la reciente exhortación apostólica postsinodal (cf. Sacramentum Caritatis nn. 66-69). Más aún, existe un vínculo intrínseco entre la celebración y la adoración. En efecto, la santa misa es en sí misma el mayor acto de adoración de la Iglesia: “Nadie come de esta carne —escribe san Agustín—, sin antes adorarla” (Enarr. in Ps. 98, 9: CCL XXXIX, 1385). La adoración fuera de la santa misa prolonga e intensifica lo que ha acontecido en la celebración litúrgica, y hace posible una acogida verdadera y profunda de Cristo.

Hoy, además, en las comunidades cristianas de todas las partes del mundo se tiene la procesión eucarística, singular forma de adoración pública de la Eucaristía, enriquecida con hermosas y tradicionales manifestaciones de devoción popular. Quisiera aprovechar la oportunidad que me ofrece esta solemnidad para recomendar vivamente a los pastores y a todos los fieles la práctica de la adoración eucarística. Expreso mi aprecio a los institutos de vida consagrada, así como a las asociaciones y cofradías que se dedican de modo especial a la adoración eucarística: invitan a todos a poner a Cristo en el centro de nuestra vida personal y eclesial.

Asimismo, me alegra constatar que muchos jóvenes están descubriendo la belleza de la adoración, tanto personal como comunitaria. Invito a los sacerdotes a estimular a los grupos juveniles, y también a seguirlos, para que las formas de adoración comunitaria sean siempre apropiadas y dignas, con tiempos adecuados de silencio y de escucha de la palabra de Dios. En la vida actual, a menudo ruidosa y dispersiva, es más importante que nunca recuperar la capacidad de silencio interior y de recogimiento: la adoración eucarística permite hacerlo no sólo en torno al “yo”, sino también en compañía del “Tú” lleno de amor que es Jesucristo, “el Dios cercano a nosotros”.

Que la Virgen María, Mujer eucarística, nos introduzca en el secreto de la verdadera adoración. Su corazón, humilde y sencillo, estaba siempre centrado en el misterio de Jesús, en el que adoraba la presencia de Dios y de su Amor redentor. Que por su intercesión aumente en toda la Iglesia la fe en el Misterio eucarístico, la alegría de participar en la santa misa, especialmente en la del domingo, y el deseo de testimoniar la inmensa caridad de Cristo.

De la Exhortación apostólica “Sacramentum Caritatis” de SS Benedicto XVI

“…En la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la liturgia celestial. La adoración fuera de la santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica. En efecto, «sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros».

Por tanto, juntamente con la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria. A este respecto, será de gran ayuda una catequesis adecuada en la que se explique a los fieles la importancia de este acto de culto que permite vivir más profundamente y con mayor fruto la celebración litúrgica. Además, cuando sea posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar las iglesias u oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua. Recomiendo también que en la formación catequética, sobre todo en el ciclo de preparación para la Primera Comunión, se inicie a los niños en el significado y belleza de estar con Jesús, fomentando el asombro por su presencia en la Eucaristía.

Además, quisiera expresar admiración y apoyo a los Institutos de vida consagrada cuyos miembros dedican una parte importante de su tiempo a la adoración eucarística. De este modo ofrecen a todos el ejemplo de personas que se dejan plasmar por la presencia real del Señor. Al mismo tiempo, deseo animar a las asociaciones de fieles, así como a las Cofradías, que tienen esta práctica como un compromiso especial, siendo así fermento de contemplación para toda la Iglesia y llamada a la centralidad de Cristo para la vida de los individuos y de las comunidades.

La relación personal que cada fiel establece con Jesús, presente en la Eucaristía, lo pone siempre en contacto con toda la comunión eclesial, haciendo que tome conciencia de su pertenencia al Cuerpo de Cristo. Por eso, además de invitar a los fieles a encontrar personalmente tiempo para estar en oración ante el Sacramento del altar, pido a las parroquias y a otros grupos eclesiales que promuevan momentos de adoración comunitaria. Obviamente, conservan todo su valor las formas de devoción eucarística ya existentes. Pienso, por ejemplo, en las procesiones eucarísticas, sobre todo la procesión tradicional en la solemnidad del Corpus Christi, en la práctica piadosa de las Cuarenta Horas, en los Congresos eucarísticos locales, nacionales e internacionales, y en otras iniciativas análogas. Estas formas de devoción, debidamente actualizadas y adaptadas a las diversas circunstancias, merecen ser cultivadas también hoy.

S.S.Benedicto XVI - de la Homilía en la Vigillia Pascual, 7 de abril de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

Desde los tiempos más antiguos la liturgia del día de Pascua empieza con las palabras: Resurrexi et adhuc tecum sum – he resucitado y siempre estoy contigo; tú has puesto sobre mí tu mano. La liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también en esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar.

Esas palabras están tomadas del Salmo 138, en el cual tienen inicialmente un sentido diferente. Este Salmo es un canto de asombro por la omnipotencia y la omnipresencia de Dios; un canto de confianza en aquel Dios que nunca nos deja caer de sus manos. Y sus manos son manos buenas. El suplicante imagina un viaje a través del universo, ¿qué le sucederá? “Si escalo el cielo, allá estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra…», ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día” (Sal 138 [139],8-12).

En el día de Pascua la Iglesia nos anuncia: Jesucristo ha realizado por nosotros este viaje a través del universo. En la Carta a los Efesios leemos que Él había bajado a lo profundo de la tierra y que Aquél que bajó es el mismo que subió por encima de los cielos para llenar el universo (cf. 4, 9s). Así se ha hecho realidad la visión del Salmo. En la oscuridad impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se hizo luminosa como el día, y las tinieblas se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede considerar justamente la palabra de agradecimiento y confianza como palabra del Resucitado dirigida al Padre: “Sí, he hecho el viaje hasta lo más profundo de la tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz; y ahora he resucitado y estoy agarrado para siempre de tus manos”. Pero estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos dirige: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.

Estas palabras del Salmo, leídas como coloquio del Resucitado con nosotros, son al mismo tiempo una explicación de lo que sucede en el Bautismo. En efecto, el Bautismo es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida. El fragmento de la Carta a los Romanos, que hemos escuchado ahora, dice con palabras misteriosas que en el Bautismo hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no es un verdadero confín. Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir —es decir, ser ejecutado— y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro del confín de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad: “Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos”. A los Romanos escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos, … si morimos,… somos del Señor” (14,7s).

De la Homilía de S.S.Benedicto XV en la Misa del 21 de febrero de 2007

Queridos hermanos y hermanas:

…Tenemos cuarenta días para profundizar en esta extraordinaria experiencia ascética y espiritual. En el pasaje evangélico que se ha proclamado Jesús indica cuáles son los instrumentos útiles para realizar la auténtica renovación interior y comunitaria: las obras de caridad (limosna), la oración y la penitencia (el ayuno). Son las tres prácticas fundamentales, también propias de la tradición judía, porque contribuyen a purificar al hombre ante Dios (cf. Mt 6, 1-6. 16-18).

Esos gestos exteriores, que se deben realizar para agradar a Dios y no para lograr la aprobación y el consenso de los hombres, son gratos a Dios si expresan la disposición del corazón para servirle sólo a él, con sencillez y generosidad. Nos lo recuerda uno de los Prefacios cuaresmales, en el que, a propósito del ayuno, leemos esta singular afirmación: “ieiunio… mentem elevas”, “con el ayuno…, elevas nuestro espíritu” (Prefacio IV de Cuaresma).

Ciertamente, el ayuno al que la Iglesia nos invita en este tiempo fuerte no brota de motivaciones de orden físico o estético, sino de la necesidad de purificación interior que tiene el hombre, para desintoxicarse de la contaminación del pecado y del mal; para formarse en las saludables renuncias que libran al creyente de la esclavitud de su propio yo; y para estar más atento y disponible a la escucha de Dios y al servicio de los hermanos. Por esta razón, la tradición cristiana considera el ayuno y las demás prácticas cuaresmales como “armas” espirituales para luchar contra el mal, contra las malas pasiones y los vicios.

Al respecto, me complace volver a escuchar, juntamente con vosotros, un breve comentario de san Juan Crisóstomo: “Del mismo modo que, al final del invierno —escribe—, cuando vuelve la primavera, el navegante arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno, casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo” (Homilías al pueblo de Antioquía, 3).

En el mensaje para la Cuaresma invité a vivir estos cuarenta días de gracia especial como un tiempo “eucarístico”. Recurriendo a la fuente inagotable de amor que es la Eucaristía, en la que Cristo renueva el sacrificio redentor de la cruz, cada cristiano puede perseverar en el itinerario que hoy solemnemente iniciamos.

Las obras de caridad (limosna), la oración, el ayuno, juntamente con cualquier otro esfuerzo sincero de conversión, encuentran su más profundo significado y valor en la Eucaristía, centro y cumbre de la vida de la Iglesia y de la historia de la salvación.

“Señor, estos sacramentos que hemos recibido —así rezaremos al final de la santa misa— nos sostengan en el camino cuaresmal, hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos nuestros males”.

Pidamos a María que nos acompañe para que, al concluir la Cuaresma, podamos contemplar al Señor resucitado, interiormente renovados y reconciliados con Dios y con los hermanos. Amén.

S.S.Benedicto XVI - AUDIENCIA GENERAL 27 de diciembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

… Resuenan en nuestra alma las palabras del evangelista san Juan, cuya fiesta celebramos precisamente hoy: “Et Verbum caro factum est“, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Así pues, en Navidad Dios ha venido a habitar entre nosotros; ha venido por nosotros, para estar con nosotros. Una pregunta que se repite a lo largo de estos dos mil años de historia cristiana es: “Pero, ¿por qué lo ha hecho?, ¿por qué Dios se ha hecho hombre?”.

Nos ayuda a responder a este interrogante el canto que los ángeles entonaron cerca de la cueva de Belén: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama” (Lc 2, 14). El cántico de la noche de Navidad, que entró en el Gloria, ya forma parte de la liturgia, como los otros tres cánticos del Nuevo Testamento, que se refieren al nacimiento y a la infancia de Jesús: el Benedictus, el Magníficat, y el Nunc dimittis. Mientras los últimos fueron insertados respectivamente en las Laudes matutinas, en la oración vespertina de las Vísperas y en la nocturna de las Completas, el Gloria fue introducido precisamente en la santa misa.

A las palabras de los ángeles, desde el siglo II, se añadieron algunas aclamaciones: “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”; y más tarde otras invocaciones: “Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, tú que quitas el pecado del mundo…”, hasta formular un armonioso himno de alabanza que se cantó por primera vez en la misa de Navidad y luego en todos los días de fiesta. Insertado al inicio de la celebración eucarística, el Gloria quiere subrayar la continuidad que existe entre el nacimiento y la muerte de Cristo, entre la Navidad y la Pascua, aspectos inseparables del único y mismo misterio de salvación.

El evangelio narra que la multitud angélica cantaba: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama”. Los ángeles anuncian a los pastores que el nacimiento de Jesús “es” gloria para Dios en las alturas y “es” paz en la tierra para los hombres que él ama. Por tanto, es muy oportuna la costumbre de poner en la cueva estas palabras angélicas como explicación del misterio de la Navidad, que se realizó en el pesebre.

El término “gloria” (doxa) indica el esplendor de Dios que suscita la alabanza, llena de gratitud, de las criaturas. San Pablo diría: es “el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4, 6). “Paz” (eirene) sintetiza la plenitud de los dones mesiánicos, es decir, la salvación que, como explica también el Apóstol, se identifica con Cristo mismo: “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14).

Por último, se hace una referencia a los hombres “de buena voluntad”. “Buena voluntad” (eudokia), en el lenguaje común, hace pensar en la “buena voluntad” de los hombres, pero aquí se indica, más bien, el “buen querer” de Dios a los hombres, que no tiene límites. Y ese es precisamente el mensaje de la Navidad: con el nacimiento de Jesús Dios manifestó su amor a todos.

Volvamos a la pregunta: “¿Por qué Dios se ha hecho hombre?”. San Ireneo escribe. “El Verbo se ha hecho dispensador de la gloria del Padre en beneficio de los hombres… Gloria de Dios es el hombre que vive y su vida consiste en la visión de Dios” (Adv. haer. IV, 20, 5. 7). Así pues, la gloria de Dios se manifiesta en la salvación del hombre, al que —como afirma el evangelista san Juan— tanto amó Dios “que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

Por consiguiente, el amor es la razón última de la encarnación de Cristo. Es elocuente, al respecto, la reflexión del teólogo Hans Urs von Balthasar: Dios “no es, en primer lugar, potencia absoluta, sino amor absoluto, cuya soberanía no se manifiesta en tener para sí mismo todo lo que le pertenece, sino en abandonarlo” (Mysterium paschale I, 4). El Dios que contemplamos en el pesebre es Dios-Amor.

En este momento el anuncio de los ángeles resuena para nosotros como una invitación: “sea” gloria a Dios en las alturas, “sea” paz en la tierra a los hombres que él ama. El único modo de glorificar a Dios y de construir la paz en el mundo consiste en la humilde y confiada acogida del regalo de Navidad: el amor.

Entonces, el canto de los ángeles puede convertirse en una oración que podemos repetir con frecuencia, no sólo en este tiempo navideño. Un himno de alabanza a Dios en las alturas y una ferviente invocación de paz en la tierra, que se traduzca en un compromiso concreto de construirla con nuestra vida.

Este es el compromiso que nos encomienda la Navidad.

De la Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae” de SS JUAN PABLO II

CONTEMPLAR A CRISTO CON MARÍA

 Un rostro brillante como el sol

  1. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol» (Mt 17, 2). La escena evangélica de la transfiguración de Cristo, en la que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan aparecen como extasiados por la belleza del Redentor, puede ser considerada como icono de la contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro de Cristo, descubrir su misterio en el camino ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir su fulgor divino manifestado definitivamente en el Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo tanto, es también la nuestra. Contemplando este rostro nos disponemos a acoger el misterio de la vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo. Se realiza así también en nosotros la palabra de san Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 18).

María modelo de contemplación

  1. La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se ha formado, tomando también de Ella una semejanza humana que evoca una intimidad espiritual ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó en un pesebre» (Lc 2, 7).

Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2, 48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2, 5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la ‘parturienta’, ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19, 26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).

Los recuerdos de María

  1. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta cada una de sus palabras: «Guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; cf. 2, 51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma, la han acompañado en todo momento, llevándola a recorrer con el pensamiento los distintos episodios de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos recuerdos los que han constituido, en cierto sentido, el ‘rosario’ que Ella ha recitado constantemente en los días de su vida terrenal.

Y también ahora, entre los cantos de alegría de la Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos de su acción de gracias y su alabanza. Ellos inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de su ‘papel’ de evangelizadora. María propone continuamente a los creyentes los ‘misterios’ de su Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando recita el Rosario, la comunidad cristiana está en sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.

El Rosario, oración contemplativa

  1. El Rosario, precisamente a partir de la experiencia de María, es una oración marcadamente contemplativa. Sin esta dimensión, se desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el peligro de convertirse en mecánica repetición de fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús: “Cuando oréis, no seáis charlatanes como los paganos, que creen ser escuchados en virtud de su locuacidad” (Mt 6, 7). Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en quien ora la meditación de los misterios de la vida del Señor, vistos a través del corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su insondable riqueza»

del “Directorio sobre la piedad popular y la liturgia”. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos 2002

La adoración eucarística

  1. La adoración del santísimo Sacramento es una expresión particularmente extendida del culto a la Eucaristía, al cual la Iglesia exhorta a los Pastores y fieles.

Su forma primigenia se puede remontar a la adoración que el Jueves Santo sigue a la celebración de la Misa en la cena del Señor y a la reserva de las sagradas Especies. Esta resulta muy significativa del vínculo que existe entre la celebración del memorial del sacrificio del Señor y su presencia permanente en las Especies consagradas. La reserva de las Especies sagradas, motivada sobre todo por la necesidad de poder disponer de las mismas en cualquier momento, para administrar el Viático a los enfermos, hizo nacer en los fieles la loable costumbre de recogerse en oración ante el sagrario, para adorar a Cristo presente en el Sacramento.

De hecho, “la fe en la presencia real del Señor conduce de un modo natural a la manifestación externa y pública de esta misma fe (…) La piedad que mueve a los fieles a postrarse ante la santa Eucaristía, les atrae para participar de una manera más profunda en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de aquel que mediante su humanidad infunde incesantemente la vida divina en los miembros de su Cuerpo. Al detenerse junto a Cristo Señor, disfrutan su íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo. Al ofrecer toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, alcanzan de este maravilloso intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad. De esta manera cultivan las disposiciones adecuadas para celebrar, con la devoción que es conveniente, el memorial del Señor y recibir frecuentemente el Pan que nos ha dado el Padre”.

  1. La adoración del santísimo Sacramento, en la que confluyen formas litúrgicas y expresiones de piedad popular entre las que no es fácil establecer claramente los límites, puede realizarse de diversas maneras:

– la simple visita al santísimo Sacramento reservado en el sagrario: breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa;

– adoración ante el santísimo Sacramento expuesto, según las normas litúrgicas, en la custodia o en la píxide, de forma prolongada o breve;

– la denominada Adoración perpetua o la de las Cuarenta Horas, que comprometen a toda una comunidad religiosa, a una asociación eucarística o a una comunidad parroquial, y dan ocasión a numerosas expresiones de piedad eucarística.

En estos momentos de adoración se debe ayudar a los fieles para que empleen la Sagrada Escritura como incomparable libro de oración, para que empleen cantos y oraciones adecuadas, para que se familiaricen con algunos modelos sencillos de la Liturgia de las Horas, para que sigan el ritmo del Año litúrgico, para que permanezcan en oración silenciosa. De este modo comprenderán progresivamente que durante la adoración del santísimo Sacramento no se deben realizar otras prácticas devocionales en honor de la Virgen María y de los Santos. Sin embargo, dado el estrecho vínculo que une a María con Cristo, el rezo del Rosario podría ayudar a dar a la oración una profunda orientación cristológica, meditando en él los misterios de la Encarnación y de la Redención.

De la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” de SS Juan Pablo II

MARÍA: MUJER EUCARÍSTICA

…«Feliz la que ha creído» (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en «tabernáculo» –el primer «tabernáculo» de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como «irradiando» su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor» (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería «señal de contradicción» y también que una «espada» traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el «stabat Mater» de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de «Eucaristía anticipada» se podría decir, una «comunión espiritual» de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «memorial» de la pasión.

¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.

«Haced esto en recuerdo mío» (Lc 22, 19). En el «memorial» del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: «¡He aquí a tu hijo!». Igualmente dice también a todos nosotros: «¡He aquí a tu madre!» (cf. Jn 19, 26.27).

Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama «mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador», lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en» Jesús y «con» Jesús. Esto es precisamente la verdadera «actitud eucarística».

De la Encíclica “Haurietis Aquas” del Culto al Sagrado Corazón” de SS.Pío XII

¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones, esto es, a sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en el oficio sacerdotal?

Aun antes de celebrar la última cena con sus discípulos, al pensar que iba a instituir el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión se había de confirmar la Nueva Alianza, sintió su Corazón agitado de intensa conmoción, que manifestó a sus apóstoles con estas palabras, “Ardientemente he deseado comer este cordero pascual con vosotros, antes de mi pasión”, conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: «Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía». Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por vosotros.

Con razón, pues, debe afirmarse que la divina Eucaristía, como sacramento que Él da a los hombres y como sacrificio que El mismo continuamente inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso», y también el Sacerdocio son clarísimos dones del Sagrado Corazón de Jesús.

Don también muy precioso del Sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la Santísima Virgen, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la gracia. A propósito de lo cual escribe de ella San Agustín: “Evidentemente, Ella es la Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad cooperó a que naciesen en la iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza”.

Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su caridad infinita, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta suprema del amor con estas palabras: “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos”. De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: “En esto hemos conocido la caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos”. Ciertamente, el Divino Redentor fue crucificado más por la interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada uno de los hombres, según la incisiva expresión del Apóstol: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”.

De la Exhortación Apostólica postsinodal “Sacramentum Caritatis” de SS.Benedicto XVI

La Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espírtu Santo.¡Cuántos santos han hecho auténtica la propia vida gracias a su piedad eucarística! Desde san Ignacio de Antioquía a san Agustín, de san Antonio Abad a San Benito, de san Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara de Asís a santa Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de san Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de san Pío de Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati al beato Iván Mertz, sólo por citar algunos de los numerosos nombres. La santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía.

Por eso es necesario que en la Iglesia se crea realmente, se celebre con devoción y se viva intensamente este santo Misterio. El don de sí mismo que Jesús hace en el sacramente memorial de su pasión, nos asegura que el culmen de nuestra vida está en la participación en la vida trinitaria, que en él se nos ofrece de manera definitiva y eficaz. La celebración y adoración de la Eucaristía nos permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos personalmente a él hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de nuestra vida, la comunión con toda la comunidad de los creyentes y la solidaridad con cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf.Rm.12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se transforma para su gloria. Invito, pues, a todos los pastores a poner la máxima atención en la promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Que los presbíteros, los diáconos y todos los que desempeñan un ministerio eucarístico, reciban siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y preparación constante, fuerza y estímulo para el propio camino personal y comunitario de santificación. Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer totalmente al Señor.

A principios del s. IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non possumus. Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo con el misterio de la Eucaristía?

Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza, nos acompañe en este camino al encuentro del Señor que viene. En Ella encontramos la esencia de la Iglesia realizada del modo más perfecto. La Iglesia ve en María, «Mujer eucarística» como la ha llamado el Siervo de Dios Juan Pablo II, su icono más logrado, y la contempla como modelo insustituible de vida eucarística. Por eso, en presencia del «verum Corpus natum de Maria Virgine» sobre el altar, el sacerdote, en nombre de la asamblea litúrgica, afirma con las palabras del canon: «Veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor». Su santo nombre se invoca y venera también en los cánones de las tradiciones cristianas orientales. Los fieles, por su parte, «encomiendan a María, Madre de la Iglesia, su vida y su trabajo. Esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre». Ella es la Tota pulchra, Toda hermosa, ya que en Ella brilla el resplandor de la gloria de Dios. La belleza de la liturgia celestial, que debe reflejarse también en nuestras asambleas, tiene un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de aprender a convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos también nosotros, según la expresión de san Pablo, «inmaculados» ante el Señor, tal como Él nos ha querido desde el principio (cf.Col 1,21; Ef 1,4).

De la Exhortación apostólica “Sacramentum Caritatis” de SS Benedicto XVI

La nueva y eterna alianza en la sangre del Cordero

La misión para la que Jesús ha venido entre nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio pascual. Desde lo alto de la cruz, donde atrae todo hacia sí (cf. Jn 12,32), antes de «entregar el espíritu» dice: «Está cumplido» (Jn 19,30). En el misterio de su obediencia hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), se ha cumplido la nueva y eterna alianza. La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada, en un pacto indisoluble y válido para siempre. También el pecado del hombre ha sido expiado una vez por todas por el Hijo de Dios (cf. Hb 7,27; 1 Jn 2,2; 4,10). Como he tenido ya oportunidad de decir: «En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es el amor en su forma más radical». En el Misterio pascual se ha realizado verdaderamente nuestra liberación del mal y de la muerte. En la institución de la Eucaristía, Jesús mismo habló de la «nueva y eterna alianza», estipulada en su sangre derramada (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc 22,20). Esta meta última de su misión era ya bastante evidente al comienzo de su vida pública. En efecto, cuando a orillas del Jordán Juan Bautista ve venir a Jesús, exclama: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,19). Es significativo que la misma expresión se repita cada vez que celebramos la santa Misa, con la invitación del sacerdote para acercarse a comulgar: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Jesús es el verdadero cordero pascual que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La Eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada celebración.

 Institución de la Eucaristía

De este modo llegamos a reflexionar sobre la institución de la Eucaristía en la última Cena. Sucedió en el contexto de una cena ritual con la que se conmemoraba el acontecimiento fundamental del pueblo de Israel: la liberación de la esclavitud de Egipto. Esta cena ritual, relacionada con la inmolación de los corderos (Ex 12,1- 28.43-51), era conmemoración del pasado, pero, al mismo tiempo, también memoria profética, es decir, anuncio de una liberación futura. En efecto, el pueblo había experimentado que aquella liberación no había sido definitiva, puesto que su historia estaba todavía demasiado marcada por la esclavitud y el pecado. El memorial de la antigua liberación se abría así a la súplica y a la esperanza de una salvación más profunda, radical, universal y definitiva. Éste es el contexto en el cual Jesús introduce la novedad de su don. En la oración de alabanza, la Berakah, da gracias al Padre no sólo por los grandes acontecimientos de la historia pasada, sino también por la propia « exaltación ». Al instituir el sacramento de la Eucaristía, Jesús anticipa e implica el Sacrificio de la cruz y la victoria de la resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado, previsto en el designio del Padre desde la fundación del mundo, como se lee en la primera Carta de San Pedro (cf. 1,18-20). Situando en este contexto su don, Jesús manifiesta el sentido salvador de su muerte y resurrección, misterio que se convierte en el factor renovador de la historia y de todo el cosmos. En efecto, la institución de la Eucaristía muestra cómo aquella muerte, de por sí violenta y absurda, se ha transformado en Jesús en un supremo acto de amor y de liberación definitiva del mal para la humanidad.

De S.S.Juan Pablo II, Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia, n°15 y 25

La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de Cristo, coronado por su resurrección, implica una presencia muy especial que –citando las palabras de Pablo VI– «se llama “real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”, sino por antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro». Se recuerda así la doctrina siempre válida del Concilio de Trento: «Por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica». Verdaderamente la Eucaristía es «mysterium fidei», misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino Sacramento. «No veas –exhorta san Cirilo de Jerusalén– en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa».

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El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa -presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino-, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas

SS Juan Pablo II Homilía a los jóvenes. Vaticano, 15 de marzo 2005

Elevemos juntos la mirada a Jesús Eucaristía; contemplémosle y repitámosle juntos estas palabras de santo Tomás de Aquino, que manifiestan toda nuestra fe y todo nuestro amor: Jesús, ¡te adoro escondido en la Hostia!

En una época marcada por odios, por egoísmos, por deseos de falsas felicidades, por la decadencia de costumbres, la ausencia de figuras paternas y maternas, la inestabilidad en tantas jóvenes familias y por tantas fragilidades y dificultades que sufren los jóvenes, nosotros te miramos a Ti, Jesús Eucaristía, con renovada esperanza. A pesar de nuestros pecados, confiamos en tu divina misericordia. Te repetimos junto a los discípulos de Emaús «Mane nobiscum Domine!» , «¡Quédate con nosotros, Señor!».

En la Eucaristía, tú restituyes al Padre todo lo que proviene de Él y se realiza así un profundo misterio de justicia de la criatura hacia el creador. El Padre celeste nos ha creado a su imagen y semejanza, de Él hemos recibido el don de la vida, que cuanto más reconocemos como preciosa desde el momento de su inicio hasta la muerte, más es amenazada y manipulada.

Te adoramos, Jesús, y te damos gracias porque en la Eucaristía se hace actual el misterio de esa única ofrenda al Padre que tú realizaste hace dos mil años con el sacrificio de la Cruz, sacrificio que redimió a la humanidad entera y a toda la creación.

«Adoro Te devote, latens Deitas!» ¡Te adoramos, Jesús Eucaristía! Adoramos tu cuerpo y tu sangre, entregados por nosotros, por todos, en remisión de los pecados: ¡Sacramento de la nueva y eterna Alianza!

Mientras te adoramos, ¿cómo es posible no pensar en todo lo que tenemos que hacer para darte gloria? Al mismo tiempo, sin embargo, reconocemos que san Juan de la Cruz tenía razón cuando decía: «Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración».

Ayúdanos, Jesús, a comprender que para «hacer» algo en tu Iglesia, incluso en el campo tan urgente de la nueva evangelización, es necesario ante todo «ser», es decir, estar contigo en adoración, en tu dulce compañía. Sólo de una íntima comunión contigo surge la auténtica, eficaz y verdadera acción apostólica.

A una gran santa, que entró en el Carmelo de Colonia, santa Benedicta Teresa de la Cruz, Edith Stein, le gustaba repetir: «Miembros del Cuerpo de Cristo, animados por su Espíritu, nosotros nos ofrecemos como víctimas con él, en él, y nos unimos a la eterna acción de gracias».

«Adoro Te devote, latens Deitas!». Jesús, te pedimos que cada uno desee unirse a Ti en una eterna acción de gracias y se comprometa en el mundo de hoy y de mañana para ser constructor de la civilización del amor.

Que te ponga en el centro de su vida, que te adore y te celebre. Que crezca en su familiaridad contigo, ¡Jesús Eucaristía! Que te reciba participando con asiduidad en la santa misa dominical y, si es posible, cada día. Que de estos encuentros intensos y frecuentes nazcan compromisos de entrega libre de la vida a Ti, que eres libertad plena y verdadera. Que surjan santas vocaciones al sacerdocio: sin el sacerdocio no hay Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la Iglesia. Que crezcan en gran número las vocaciones a la vida religiosa. Que broten con generosidad vocaciones a la santidad, que es la elevada medida de la vida cristiana ordinaria, en especial, en las familias. La Iglesia y la sociedad tienen necesidad de esto hoy más que nunca.

Jesús Eucaristía, te confío a los jóvenes de todo el mundo: sus sentimientos, sus afectos, sus proyectos. Te los presento poniéndolos en manos de María, madre tuya y madre nuestra.

Jesús, que te entregaste al Padre, ¡ámales!

Jesús, que te entregaste al Padre, ¡sana las heridas de su espíritu!

Jesús, que te entregaste al Padre, ¡ayúdales a adorarte en la verdad y bendíceles! Ahora y siempre. ¡Amén!

A todos imparto mi bendición con afecto.

Del discurso de SS Benedicto XVI, que dirigió a los cardenales, arzobispos, obispos y miembros de la Curia Romana, en el tradicional intercambio de felicitaciones navideñas (22/12/2005)

Para mí es conmovedor ver cómo por doquier en la Iglesia se está despertando la alegría de la adoración eucarística y se manifiestan sus frutos. En el período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración fuera de ella se vieron como opuestas entre sí; según una objeción entonces difundida, el Pan eucarístico no nos lo habrían dado para ser contemplado, sino para ser comido. En la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha manifestado la falta de sentido de esa contraposición. Ya san Agustín había dicho: “…nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; … peccemus non adorando”, “Nadie come esta carne sin antes adorarla; … pecaríamos si no la adoráramos” (cf. Enarr. In Ps. 98, 9. CCL XXXIX 1385).

  De hecho, no es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a Aquel a quien recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos uno con él. Por eso, el desarrollo de la adoración eucarística, como tomó forma a lo largo de la Edad Media, era la consecuencia más coherente del mismo misterio eucarístico: sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros.

De S.S.Juan Pablo Segundo, Carta Apostólica “Mane Nobiscum Domine

“Hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan —y yo mismo lo he recordado recientemente— el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo respeto. La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. «¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡» (Sal 33 [34],9).

“La adoración eucarística fuera de la Misa debe ser durante este año un objetivo especial para las comunidades religiosas y parroquiales. Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra contemplación personal y comunitaria en la adoración, con la ayuda de reflexiones y plegarias centradas siempre en la Palabra de Dios y en la experiencia de tantos místicos antiguos y recientes. El Rosario mismo, considerado en su sentido profundo, bíblico y cristocéntrico, que he recomendado en la Carta apostólica «Rosarium Virginis Mariae» puede ser una ayuda adecuada para la contemplación eucarística, hecha según la escuela de María y en su compañía”.